sábado, 14 de marzo de 2009

Naufrago de Otoño

Al despertar, el niño se encontraba abrazado a su laúd en medio de un biznagal seco.
No se distinguía bien si era de mañana o de tarde porque la luz era muy tenue y estaba lleno de nubarrones oscuros.

El niño se levantó de a poco y se apoyó el cuerpo del laúd en el hombro.
Miraba en todas direcciones con una calma impresionante, ya que estaba en el lugar más recóndito de todos. Más lejano que la utopía, más escondido que las minas de Salomón, más incógnito que los secretos que guarda el subsuelo y más imposible que un frangente diluvio desértico.

Entre las enredaderas de espinos, el niño vio a un desnudo hombre matusaleno que palabreaba su vida en un bordoneante discurso.

El niño se sentó y admiró al viejo milenario que gritaba al cielo la historia que lo seguía y que no lo dejaba en paz.

Un vuelo pasajero llegó y se entrometió en sus sesos, le estremeció la vista y le nubló el raciocinio justo cuando empezaba a reaccionar su reloj interno que se daba cuenta de su tardía vetustez irreparable.

Su relato se ahogó en una profunda inspiración que mantuvo sin expirar.
Sus pupilas se dilataron, su pelo blanco se tiñó de luto para el funeral, y su puño izquierdo se apretó alrededor de una rama del espino y dejó que su sangre hecha vinagre cayera por el tallo hasta antes de la tierra seca, donde se evaporó dejando un humo morado como rastro de su existencia.

El niño no trató de acercarse, ya que entre él y el occiso había un mar de espinos confabulados para estropear el paso.

Vio como el viejo se desvanecía entre las difusas luces traídas por una llamada desesperada de auxilio y no volvía a formar parte del paisaje febril.




Volvió a ponerse de pié, y esta vez tomó maternalmente al laúd entre sus brazos.

Emprendió su rumbo a cualquier dirección, pero con el cuidado de no tropezar con las ramas, esquivando las quebraduras terrenales, mirando muy bien por donde pisar y con el merecido respeto que le exigían las espinas.

Seguía su intuitivo sendero sin prisa, cuando a lo lejos vio llover con tanta fuerza, que se escuchaban los azotes del agua contra la tierra, y se levantaba polvo por el remezón que produjo el choque entre los elementos.

La lluvia se comenzó a trasladar como una estampida furiosa hacia donde estaba el niño desamparado que solo atinó a ponerse en posición fetal protegiendo su laúd.

La lluvia se detuvo unos segundos y eso le dio tiempo para correr y meterse entre un espino denso que había cerca, y ahí quedó…

Lloviéndole las manos, goteándole los ojos, rogando por su libertad, orando por su asunción divina.

Llovió varios años.

Los primeros meses en que el niño estuvo inmóvil entre los largos y finos brazos del terco espino vengativo, sufrió la furia de la lluvia y gozó con las escampadas momentáneas que le brindaba el clima.

El laúd por su parte, se fue pudriendo de a poco porque se dio cuenta de que era inútil en ese penoso escenario agonizante, y así se fue alejando de a poco del brazo del niño. Primero, aprovechó un pequeño flujo de agua que pasaba entre su madera con encajes y el pecho sangrante del niño, y se escurrió así hasta el suelo, donde el niño alcanzó a agarrarlo por el clavijero. Después, mientras el niño dormía, fue soltando sus cuerdas desde las llaves para soltarse de la mano juvenil y sin callosidades del niño que caminaba hacia su sexta primavera, por lo tanto aún no descubría la magia milenaria de la masturbación. Ya completamente liberado del niño, el laúd se encontró tirado en el barro, a pocos centímetros de donde su amo descansaba con el cese de la tormenta, y cuando volvió a llover, se fue deslizando con el movimiento del lodo. Así avanzó varios kilómetros a la deriva, soportando choques con piedras, golpes y quebraduras por las empinadas bajadas de cerros, y alguna que otra cuerda rota que se quedaba enganchada en las puntas afiladas de las espinas.

Al despertar, el niño no advirtió la ausencia de su compañero, de hecho, no entendía porqué se sentía tan cómodo. De pronto tenía más espacio y hasta se podía ladear cuando se aburría de su posición, pero seguía prisionero de los árboles espinosos. Este nuevo exceso de espacio se debía a que el laúd medía más o menos la mitad que el niño, y en esos últimos meses se había vuelto en un estorbo.

Solo cuando terminó el otoño y volvió renovado el invierno del siguiente ciclo, el niño se dio cuenta de que el laúd estaba desaparecido.

Varios millones de kilómetros más allá, el laúd sufría con el rigor del tiempo, y le pesaban cada vez más sus maderas hinchadas de agua. Como una anciana que pierde su último diente, o como un hombre en su último día antes de casarse, el laúd sintió romperse su última cuerda. Estaba varado en una charca de lodo, cuando sintió un escalofrío en el mástil, luego se escuchó un trémolo en su cuarta cuerda (la última), como un zumbido, un monólogo de la cuerda solitaria, y por último, le escuchó decir “adiós” por última vez. Su mitad superior (Hacia el clavijero), quedó suspendida e inmóvil, mientras que su mitad inferior, se retorció algunos minutos en el fango como la cola recién cortada de una lagartija.

Lloró la perdida toda la eternidad, y se pudrió más rápido de lo que se podía esperar.

En su lugar, viarios meses después, creció un árbol de cuerdas negras en Sol.






Al cabo de 5 años, cuando el niño ya había descubierto el manjar divino de la autocompasión sexual, las ramas del espino lo dejaron caer a la tierra seca que alguna vez le arrebató al laúd, y quedó libre. Pasaron otros dos años para que aprendiera a caminar de nuevo, y cinco más para que se atreviera a andar por ese terreno árido que lo había visto crecer.

Soplaba un viento que partía en el sur y se quebraba hacia el oeste, arrastrando consigo mucho polvo, hojas secas, arena, y un insipiente sonido de violines que interpretaban la trova de la pena.

El horizonte estaba triste. A veces dejaba escapar un suspiro solitario que se incorporaba al viento y desaparecía a la distancia dejando un hálito con olor a bronca reprimida. Por las tardes anaranjadas se le escuchaba llorar en silencio, se podía distinguir el sonido de la lagrima que no cayó, la profunda inspiración y su largo exhalar de ballena encallada.

La tierra tenía calor. Se sacudía levemente para desprenderse del polvo y del hollín que le cubría la espalda, y los desechos de sus remezones eran acogidos y bienvenidos por el viento que luego se los llevaba hasta el horizonte.

El niño llevaba caminando varias semanas que de a poco se hicieron meses, años, decenas, siglos, milenios, y finalmente segundos que se restaban del cronómetro.




Tiró el último madero seco de espino sobre las brasas agonizantes que lo encontraron en su rumbo barlovento por las sierras desérticas.

Fue una hoguera de un radio de dos metros y sirvió para hacer señales de humo de marihuana a los viajeros perdidos, pero nunca nadie llegó a ver la danza bohemia y a la vez solemne de sus llamaradas verdes, y por ende, nadie logró jamás desentrañar el conocimiento que poseía.

Cuando el hombre que alguna vez había sido niño intentó revivir el fuego desde las sobras de la ancestral fogata ya carbonizada casi en su totalidad tirándole el madero, tuvo que esperar varias horas para que las brasas recobraran sus fuerzas anteriores.
De repente, una incipiente llama verde que había aparecido sin que el lo notase, recorrió como espiral toda zona de la hoguera en poco más de un segundo y se apagó cuando llegó al centro.

Hubo un par de segundos de silencio suspendidos en el aire, y luego, como una explosión de ira reprimida, se encendió entera frente a la insignificante criatura hecha a imagen y semejanza de su creador supremo.

El hombre, quedó perplejo mirando el colosal fuego que le inspiraba un sentimiento de devoción celestial.

En sus ojos se retrataba el movimiento hipnotizador del elemento ignoto que le había faltado siempre.

Sin hablar, evocó su pasado lejano, antes de la hora incierta que lo hizo despertar en medio del biznagal, con la mirada estática en el centro de la hoguera, y si sin quererlo, ante un descuido de voluntad, se fue acercando de a poco al ardor caliente, tan caliente que le llegaba a parecer hielo, y en un momento se acercó lo suficiente como para que fuera tarde. Las llamas lo iban amarrando con caricias estafadoras mientras sin darse cuenta se seguía acercando. Le laceraban la piel, le quemaban el pelo, los ojos, sus manos de gigante, sus harapientas ropas. Finalmente el fuego se consumió antes de que el ser que alguna vez había sido hombre, quedara completamente carbonizado.

Es curioso que durante todo el ritual, el engendro no haya emitido sonido alguno. Ni de gozo ni de dolor. Tampoco cerró los ojos en ningún momento.

Al día siguiente, amaneció este ser en condiciones que solo dios ha visto dentro de su edén de discriminaciones. Su cabeza completamente calva, sus brazos, piernas, su tronco estaban cubiertos de sangre seca. Emanaba de su cuerpo el terrible olor a descomposición en vida, y se encontraba no solo desnudo, sino que libre de piel en varias partes de su “humanidad”.

Se dedicó a vagar...




Pasó por desiertos amarillos, desiertos rojos, desiertos verdes, desiertos azules, desiertos blancos y negros. Desiertos áridos, semiáridos, desiertos húmedos, desiertos mojados y desiertos por debajo de 30 metros de agua salada.

Hasta que llegó sin quererlo a una fila inmensa de personajes conocidos y desconocidos, sufriendo como nunca y maldiciendo como siempre, sin darse cuenta de que solo formaban parte de una eterna formación humana, uno tras otro sin poder verse por su ensimismamiento subhumano.

Antes de ser engendro, fue humano, un hombre humano, y antes de eso, un niño, un hombre niño humano, y antes de eso, solo era materia y energía en una masa compacta de soberbia y egolatría. Parecía no saberlo, pero lo comprendía perfectamente.

Se acercaba el engendro a su segundo siglo de existencia, de vivencias y muertes, de más sueños que realidades, que tenía más de lo que debía tener, que hablaba más de lo que entendía y que actuaba más de lo que meditaba.

Parado como todos los demás, esperó más del tiempo que dispusiera, y por las condiciones que le brindaba el pasar de los días, hecho raíces y se instaló decidido
a no avanzar.

Cada dos días, cada ser avanzaba un puesto, pero se estancaban con la presencia del viejoengendroárbol que con su decisión perjudicaba a los que le seguían sin quererlo, y sin dejarles otra alternativa más que enterrarse esperando que la tierra los mantuviera a través de las raíces que soltaron desde los pies.

Una mañana, simplemente decidió dejar de sumar días, dejar de cumplir años, dejar de usar su tiempo, porque decía que al utilizarlo, se iba perdiendo, se gastaba de a poco, como una cuenta bancaria.

Siempre había dicho también, que la vida más afortunada o más duradera es la que no se gasta, que la muerte era solo un trámite insignificante, indispensable, evidente, que estaba presente en nuestras vidas pero que no dejaba de ser fortuito, y por eso no le preocupaba. Sin embargo, pensaba también que no había peor infierno que esperar la muerte. La fila hacia delante de el ya no se divisaba, había pasado tanto tiempo ajeno a él, que todos habían avanzado, incluso los que le cuidaban la espalda.
Se encontró nuevamente solo, casado con la tierra sin poder moverse.
De sus propias raíces salieron espinos que con el tiempo se multiplicaron convirtiéndose en un biznagal en tierras de escampada. Era como un antiguo engendro desgastado, abominable, que de vez en cuando gritaba al aire.

El asunto es que estuvo ahí, bajo el sol, sin tiempo que gastar y muchas cuentas que pagar. Esperó por lo menos una eternidad o dos, hasta que el inconstante raciocinio, los breves despejes mentales, la aparición de un niño con un laúd en medio de su biznagal, las escampadas de su demencia, el irremediable estado de su vida no gastada, su trámite doloroso y su participación en la eterna fila de espera, le hicieron darse cuenta de su condición de alma en purgatorio, gritó y se desvaneció entre la incertidumbre de haber vivido.

lunes, 2 de marzo de 2009

:::Se va...Se va...Se fue:::

...La sombra gritó...


...Pero su desesperada llamada no alcanzó a ser escuchada por la silueta altanera se desvanecía a la distancia sin horizonte...


...Mientras un sol se escondía y el otro salía al otro lado de la esfera polvorienta en los primeros bostezos del tercer milenio cristiano...